SELVA DULCE TRINIDAD








Estaba en la misma selva de la que había leído, esa con plantas palpitantes y flora de un verde eléctrico. No se distinguía ningún sonido en particular de tan fuertes y entremezcladas que aullaban toda la animalada exótica. Yo era Jane, la exploradora, claro, esto solo lo digo por darme un nombre porque en los sueños una se pierde y más aun si te tiran por el desaguadero y vas a parar a una selva tan horripilante por lo real que resulta.

Yo tenía que salvarlo o protegerlo, a la criatura rasguñada y gris, que estaba a la orilla del precipicio entre la selva y la desaparición del sueño, que da paso a la absoluta nada del coma cerebral.

Un menudo objeto me golpeó en las espaldas, la desesperación, inmensa, mientras luchaba por zafarme de lo desconocido, los colores, que dolían de tan penetrantes, los olores, hasta yo, repotenciado cada pequeño dolor, percepción, consciencia. Las ramas de los arboles me rasgaban por entero mientras daba vueltas tontas con el único afán de soltarme de lo que me atacaba… La cosa siseaba como serpiente, cascabel o juguete de niño. Cuando logré aprehenderlo ocultó la cabeza entre las finísimas patas de un plateado resplandeciente que más parecía barniz. La cabeza horrendamente  incrustrada en el cuerpo de una araña se estremecía por el esfuerzo, jadeaba. Ah, pero que hermosísima cabeza, tan simple y cubierta de vellocidad humana, baloncito, podría llevármela de trofeo de vuelta a casa. Pero como presintiendo la pronta derrota, desplegó las patas y de su boca escupió una asquerosa seda blanca, su baba me salpicó en el cuello y los brazos. “¡Argh!” mascullé dando manotadas de ahogada y bailamos el ritual de la lucha idiota entre la maleza.

El insectillo se me enredaba, cuanto más quería atraparlo, la seda se me adhería pegajosa a los dedos y no podía moverlos fácilmente para detenerlo. Las armoniosas patillas rascaban mi piel de cebolla, se me descascaraba, producto de sus babas, qué se yo, Jane estaba perdida, perdida, niño-araña gorjeaba letal, abandonándola al fin para ir a por la desprevenida criatura que tenía que proteger.

“¡¿Qué diablos te pasa?!”-le grité, acercándome a Jane- “¿que no ves que van a matarlo?” y la ayudé a liberarse de las telarañas mas estaba débil, no podía ponerse en pie. “¡Estúpida!”-la abofeteé- “¿prefieres yacer ahí en la tierra a proteger al grisáceo?”. “Es que ya no puedo más”, lloriqueó Jane, sorbiéndose los mocos. Ella era un desastre, decidí, y la abofeteé de nuevo, para cerciorarme de su fragilidad. Pequeña, haz de morir también, le sonreí dulcemente y Jane lloriqueó otro tanto, abrazando su blandura infantil, el pecho se le sacudía violento. Silbé, saqué el puñal del bolsillo de los pantalones raídos y le perforé el vientre. Jane calló y nos miramos, por un segundo, embelesadas. Era bella, pensé, de una manera horrible que debía fallecer. “Te amo”-sus labios temblaron por última vez y la besé con fiereza para no olvidarme nunca de ella, aunque irremediablemente lo haría, lo enfermo debe morir. Y corrí enloquecida hacia niño-araña. Iba retozante hacia el grisáceo. Las patitas parecían cantar una melodía en sintonía con la selva y los pájaros-rata que volaban nada más para dar la contraria a los peces-dinosaurio que devoraban flores.
¡Eah, tú!- troné
-¡Sal de mi camino, sssss!-la cabeza dio un giro de trescientos sesenta grados y su filosa mirada arácnida pasó raspando el viento hasta quebrarse en mi dirección.
La criatura, de pálido gris, nos contemplaba, los ojos idos y observándonos sin ver realmente, dio un paso más hacia el abismo. Yo temblé, espantada.Niño-araña siseó alegremente - ¿Lo ves? Ni siquiera hago falta yo. Solito se terminará matando, ssss – canturreó.

Yo no era más que dolor acumulado, ansiedad, selva enmarañada, invisibles lianas me oprimían las articulaciones, ¡Por qué, por qué! ¿Acaso la vida no es suficiente excusa para seguir viviendo?. Niño-araña se carcajeaba de lo lindo. Su extraña cabecita daba tumbos con cada cabriola de sus delgadas patas al caminar.

Limpié el puñal de mi sangre, la de Jane, y la lancé rectito apuntando a su cabeza. Le cayó en medio de los ojos. Parpadeó confuso – Pppero…pensé que me querías…también – siseó, la sangre lechosa se le escurría y ya no se podía diferenciar las lágrimas de su sangre de insecto. – Claro – le dije, me acerqué y le froté el pelaje. Y aprovechando la cercanía le clavé aun más hondo el puñal. Adiós.




Seguía callado cuando llegué a su altura. Su cuerpo desnudo no se inmutó ante mi presencia y continuó mirando el horizonte, como tragado por este.

Carraspeé para llamar su atención. El hermoso desolado, era esqueleto que se perdió en armadura humana y esta se le corroía por dentro, hasta podía percibir sus delgadas venas grises bregando por escapar de él mismo, paraje enfermizo y suciedad humana, eso era él. Debía protegerlo, debía, y no sabía cómo, porque yo también estaba cansada, Jane está cansada, niño-araña también.

Háblame, le pedí anhelante, háblame extraña criatura que muere, que tu vida se deslice por tus pétreos labios, sé céfiro por una vez antes que el tramontar del sol aniquile esta selva exquisita y esta tierras, antes que este sueño sea la verdad que se oculta bajo la piedra, para creer en sueños, puesto que ya nadie cree en la vida, háblame o aniquílame porque ya no queda nada, nada…

Mas continuó en su encierro de silencio y yo, titubeante extendí las manos y acuné su rostro, quise besarlo, hacerle daño o golpearlo con la suavidad de una pluma, no fuera que se desvaneciera en polvo y ácaros. Ya no más sueños, supliqué.

Y él me acunó el rostro, de la misma forma, sus dedos grises… Me acunó y su piel era vida entre mis manos muertas, y era criatura de carne y muerte, al igual que yo, que me destrozaba entero, pero no podía, no podía, con su inocencia absurda y su liviandad de hoja sin raíces.

Ah, la dulce muerte es como un sueño de miel que no se pudre nunca. Y busco la eternidad con una locura que desespera. Mi muerte persigue a otra muerte que sea en verdad infinita. Estoy tan cerca...

Sonríe silenciosa, sus promesas alzando vuelo por el arco de sus labios, este podría ser mi velorio, sus pestañas aletean cual heraldos del carpe mortem, despedida insignificante para la caída hacia lo más hondo.

Pero no, sus manos me sueltan - he ahí la verdadera despedida, libertad para el desprendimiento último - tantea el suelo musgoso, se arrastra por entre las minúsculas plantas, plagas de vida, todos deben morir. Oculta algo en sus bermejos dedos, la vegetación, ella misma un animal con dedos pétalos, un absurdo, un misterioso absurdo, en el espectáculo de esta fastuosa inmensidad verde. Creo que voy despertando.

Mi mano acaricia la roca, y está tan despierta como las manchas de sus ojos fallecidos en triste mortaja humana. Los segundos cabalgan en sinfonía descontrolada, la selva es violenta, la selva es muerte y destrucción, mi pecho palpita, las plantas, los pájaros-rata, la maleza, el verde es un verde violento que carcome y que hiere y se me hace insoportable toda mi existencia, cada músculo, que está mal colocado, mis órganos pujando por salírseme y debo arrancarlo todo, de raíz, a mí, a la pus, a lo falso que es hiel que se exhibe en colmena de abejas. Ahhhh, el momento ha llegado, mi voluntad es una histérica dictadora en un organismo que no evoluciona y claro, debía salvar a la gris criatura que succiona mi sueño. Cuando trato de acariciarlo, me encuentro acariciando mi propio rostro desmadejado, pavoroso, aterrador y en una mano llevo oprimida una roca que me grita una epopeya ridícula y bizarra. La angustia y la alegría crecen y decrecen en combativa pujanza una contra otra ahorcándome, la hora, es la hora, grita la selva, caos de verde y el peso de la roca es más que el de mi brazo pero yo la impacto contra mi rostro y se me escurre la savia podrida que llevaba dentro, se me  hace añicos la cara. Alrededor se escuchan los graznidos de los cuervos agitados por el despertar de la noche y la noche entra por mis ojos en un frenético ahogo y ahora lo veo todo claro, la selva con sus esqueletos de árbol y el gran desierto tragándose las plantas y los peces-dinosaurio comiéndose a sí mismos. Me golpeo, otra vez, la roca destruyéndome los huesos faciales, el tabique, los labios, las corneas ruedan al abismo. Y una risa trastornada lo invade todo, la risa, que no viene de mí, me envuelve y me enseña el abismo, el abismo , el último cobijo, residuo de lo supremo, del hundimiento del fuerte. Y me lanzo a él, a grisáceo, yo soy él, soy Jane, tocando fondo, la caída libre destrozando mi cuerpo y ya no hay nada que me detenga, ni el mismo abismo, porque yo soy abismo y se me ha perdido el nombre en algún momento de la historia. Y cuando llego a lo más oscuro, la muerte más perfecta, me surgen nuevos ojos. No, ya no estoy cayendo, trino, vuelo, esto era volar… La espalda se me retuerce y me nacen unas extrañas membranas de ellas, plumajes negros, soy un ave, y ya no caigo más, no me duelo más, no, vuelo con la melodía destructora de la noche que se transforma en día…Y ya puedo contemplar el sol poniéndose en lo alto del firmamento.







 Escribe: Liz R. Matta Durán


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