El ermitaño y el hada

Y en la oscuridad de su noche se le apareció, rodeada de un halo de etéreo misterio, acogedora y cálida, una musa para su infando existir, dueña de un cálido destello que amenazaba con hacer explosionar su efímera existencia tan llena de amargura y misantropía. Era él un ermitaño que subsistía depauperando su propia vida, un ser abyecto, y ella, tan cálida y bella... Amenazaba su existencia, y entonces la odió, como se odia a lo que nos causa angustia, como se odia a lo que se sabe que se ama.
Y es que la oscuridad de sus noches era tan opresiva, que su odio torno en violenta cólera. En desmedido anhelo de venganza.
Y juró vengarse de aquella mágica criatura, de aquella hada de bosques ignotos aparecida de la nada, que cada mañana lo contemplaba afanosa y contenta desde la copa de los altísmos árboles . Aquella maléfica sonrisa, perjuró en su soledad una y otra vez, aquellos endemoniados cristalinos ojos, aquella pérfida mirada, lo volvían venático, loco.
Tenía que acabar con ella, si quería paz en sus noches oscuras de invierno, si quería salvaguardar su vil y abyecta existencia.
Y planeó uno y mil ataques, poseído por una extraña emoción que nunca antes en su marginal vida había sentido. Imaginaba, su mente al límite de tantas diabólicas maquinaciones, como degollaba su etéreo cuerpo ingrávido y trituraba las doradas alas, preparando un licor con la sangre de la menuda figura. Y soñaba con todo eso. Entre sueños, complacido, reía. Pero entonces llegaba el alba y despertaba y volvía al bosque, al trabajo y allí siempre estaba ella, sin poses altivas como la recordaba en sueños, sin endinas miradas, doradas aun sus gráciles alas, lo saludaba y revoloteaba, pequeña el hada, con aquel angelical rostro suyo, haciéndolo presa de súbitos espantos, de absurdas palpitaciones que lograba disimular a duras penas.
Y cuando sobrevenía el atardecer, él, simulando cansancio, retornaba a su guarida, dejaba el bosque preso de espanto, preso de locura. Noches interminables le sucedían, el ermitaño, maquinando planes, enloquecía.
Hasta que llegó aquel  aciago día, afilado ya el cuchillo y listos los infames instrumentos, el dia D de su impío destino.
Caminó lentamente a la profundidad de los bosques...Estaba preparado y listo, acabaría con aquella pagana criatura, lo sentía en el alma, sería ese día en el que se libraría de su opresor amparo.
Internóse entonces en el claro del bosque, con la emoción, la adrenalina corriendo en las degradadas venas... Y entonces, exultante de enferma euforia, se encaramó a la copa del árbol, donde cada cruenta mañana suya, la  mágica criatura lo había esperado para hacerle compañía.
Ya era hora, pronunciaba, loco, a modo de letanía, el corazón latíale desbocado.
Empuñó el cuchillo. Era hora, lo sabía.
Sigiloso, trepó un poco más, ya la sentía cerca, la suave luz del hada la delataba, aquel detestable polvo de hadas se le impregnaba en las raídas vestiduras.

Estaba ahora cerca, mas ella aun no lo descubría.
Hermosa, la diminuta hada, revoloteaba, agitando las alas, bañándolo con su luz, sin sospechar lo que se le avecinaba. El ermitaño, fascinado de repente, contempló por última vez a la que sería su víctima. Era ella tan suprema, tan perfecta , que dolía, le hacía daño.
Haciendo acopio de valor, cogió resueltamante el cuchillo y sin pensarlo más lo clavó en lo más hondo del corazón.
Un extraño grito perforó sus tímpanos, era un grito agudo, un grito que sonaba casi como suyo. Los ojos se le entrecerraron, pero los abrió en un denodado impulso de ver al hada muerta.
Pero no encontró al hada, solo vacío.
"¡El cuchillo!" "¡Dónde está el cuchillo!" Un violento mareo lo invadió,  un espanto terrible lo corroía, el presagio de algún oscuro secreto a punto de ser revelado. La visión se le iba repentinamente, de a pocos, el ermitaño se aferró a la rama del árbol y sintiéndose débil y enfermo, se palpó descuidadamente el pecho. Y entonces profirió un animal aullido.
Enterrado en sí mismo yacía aquel cuchillo, la sangre brotando como un río de turbias aguas. Enloquecido, tiró de él, pero al momento de hacerlo perdió el equilibrio. Cayó aparatosamente del elevado árbol e impactó en la tierra.
 Iba a morir, lo presentía.
Los últimos minutos de su vida.
Y no la había podido matar.
"¡Maldita criatura!"
Infame destino.
Lloró entonces a sus anchas, con un dolor que provenía de los más hondo de su oscura alma. Lloró por no haberla matado, por odiarla sin ningún motivo.
Por amarla.
No, pero no la amaba. ¿O sí?... Los latidos de su corazón se hacían cada vez más lentos, la muerte llegaba,  lo sentía , aprensivo.
Recordó por ultima vez su mágica sonrisa y tibios ojos.
Entonces supo la verdad. La amaba. Lloró. La soledad de la muerte avecinándose, y él descubría recién el amor.
Y entonces, surgida de la nada, como compelida por el destino, ella apareció.
Revoloteante y tranquila, iluminando su lecho de muerte, acercóse a él, lo miró enternecida.
-Muero-balbuceó él, exangüe y desfalleciente.-¿Por qué?
Ella no musitó nada, pero de una forma distraída se tocó el diminuto pecho.
Allí, casi inobservable yacía un agujero, como hecho por un cuchillo.
Su cuchillo.
Y entonces él entendió su suerte. Entendió su suerte y recordó todo. Recordó aquel otoño, cuando desesperado pidió a los astros una musa, la iluminación para sus grises días en el campo. Para sus noches de agobiante martirio. Pero ahora de nada servía. Porque al matarla se había a sí mismo matado.
Él la miró por última vez, desesperado- "Te amo"- barbulló, la sangre saliéndole a borbotones por la boca, la vida yéndosele de las manos.
La he matado, se dijo, la miseria llenando su alma. Moría. Se iba...


Con una brusca sacudida, el ermitaño despertóse aturdido. Solo fue un sueño. "No"- se corrigió, aun sintiendo la muerte en el cuerpo- "Fue una pesadilla".
Y vistiéndose para el trabajo, salió presuroso al bosque.
Una pesadilla, solo una pesadilla, se susurraba. Ella no ha muerto, sigue viva. Aun no la he matado, se decía alegre. Por fin había entendido su sentimiento. Él la amaba. Amaba a esa mágica criatura, de adorable apariencia de querubín, de ojos que le recordaban el cielo. No la mataría, ¿como matar a un ser tan perfecto?, si solo le había prodigado sonrisas y luz cuando más lo necesitaba.
Era el ermitaño feliz por primera vez en su vida. Feliz de descubrirse enamorado. De no llevar a cabo tan aborrecibles planes.

El claro del bosque ahora le parecía un pequeño paraíso, un edén remoto.
Pero el hada no estaba. La buscó entonces angustiado. La llamó incansablemente hasta que la voz se le puso afónica.
Deprimido, se sentó en una formación rocosa, lamentando su mala suerte.¿Dónde estás, querida hada? era la incesante pregunta que iba y venía por su mente atormentada.
Una cadenciosa voz habló de repente- Me buscabas y he venido- canturreó. Él se volteó lentamente, el hada antes diminuta como una libélula lucía, grande, terrenal, las alas doradas ahora de un tono rosa.
Se postró de rodillas ante ella, embelesado ante tan suprema belleza.
-¡Miserable mortal!- clamó ella y desenvainando una espada le asestó una despiadada estocada.
El ermitaño, aun de rodillas, tambaleándose la contempló, la sangre le vertía a chorros, se desangraba, tal como había ocurrido en sus sueños. La rapidez del ataque lo había dejado perplejo.
- Me matas, ¿Por qué,oh, diosa mía, si mi amor por ti he descubierto?- balbuceó el ermitaño.
- Miserable mortal, ¿tú me lo preguntas? Te di luz  y alegría , cada nefasto día de tu vida. Te brindé la magia de mi presencia etérea mas tú, abyecto y traicionero, me ibas a matar hoy, si es que no te hubiera colocado en mente yo ese sueño- y diciendo esto le hundió incluso mas la espada en el centro del pecho.
El ermitaño la miró despavorido, el último aliento brotando de sus labios. Él moría, él moría.
Pero la amaba. Lo sentía en las entrañas.
En verdad, ¿la amaba? Pero qué importancia tenía, al menos había amado, aunque fuera todo producto de un mal sueño.
La contempló entonces feliz, en ese su último momento.
Ella lo miró también, un ángel de la muerte, airada y poderosa, una musa de cuentos, su único amor aunque fuera forzado.
Y entonces el ermitaño abrazó la muerte, esa que había esperado por largos años, en sus noches profanas y antes de hecerlo se supo feliz  feliz de haber al menos por una falsa vez, amado.

Liz Matta Durán